Las siguientes breves palabras las consagro hoy a mi propia Madre, a la cual tengo el derecho y la dulce satisfacción de honrar con el glorioso título de “Madre de un sacerdote”.
Hace ahora justamente 30 años. Era una tarde del mes de mayo, unos días antes de mi cumpleaños. De eso hablábamos mi madre y yo, que estábamos solos en casa. Ella me hizo algunas preguntas por las que comprendí que había sospechado algo de mi secreto, del secreto de mi vocación que desde hacía tantos años yo acariciaba y guardaba. Al fin tuve que contestar y dije sin rodeos: “Sí, mamá quiero ser sacerdote”.
Había revelado mi secreto, siguió un silencio profundo. Desapareció la sonrisa que un instante antes había iluminado el rostro de mi madre. El silencio se me hizo muy largo. Todo me daba la vaga impresión como si hubiese entrado en el cuarto algo de sagrado que se hubiera quedado flotando en el ambiente. Era casi, así como cuando en la Misa ha llegado el momento de la Consagración.
Noté que mi madre no me miraba, que su mirada se perdía a través de la ventana en el crepúsculo. Su cara me parecía tan solemne, como nunca la había visto igual. ¿Es que también ella sentía algo así como consagración? ¿Se sentía quizá como tocada por Dios y bendecida, una vez más bendecida por causa mía? … ¿Pensaba en la Reina de Mayo y Reina del Clero, que fue la Madre del Sumo Sacerdote Jesucristo, Madre modelo de todas cuantas desean ser o son madres de un sacerdote? … ¿Quién puede saber qué ideas tiene una mujer cuando vislumbra por primera vez el honor bienaventurado de ser algún día madre de un sacerdote?
Nunca me dijo nada de lo que había pensado y soñado en aquella hora inolvidable para mí. Todavía veo deslizarse sobre sus mejillas unas lágrimas, pero pronto se controló. Volvió la sonrisa a su rostro, me miró y sólo me dijo: “Bueno, vamos a ver.”
Me retiré para dormir. Durante varias horas no pude conciliar el sueño. Siempre pensando en mi madre. Veía su cara, su mirada pensativa y perdida en la lejanía, esas lágrimas brillantes. Tiempo atrás, de un sermón se me había grabado en la memoria la frase “corona de sacerdocio”. Y entonces me parecía ver a mi madre con una corona, la gloria de ser “madre de un sacerdote”. Siguieron varios años de estudio. Todo marchaba bien. Experimentaba las alegrías tan puras que le da al joven el avanzar, el acercarse a la meta lejana, pero impacientemente anhelada. Sabía muy bien que constantemente me acompañaban los anhelos y desvelos, las oraciones y sacrificios de mi madre”.
Se ha dicho que no habrá vocación sacerdotal auténtica que no haya sido probada. Vino para nosotros la prueba dura y amarga: mi salud dejó mucho que desear, por último, tuve que interrumpir los estudios. Los médicos me aconsejaron: “No estudie más, deje la idea de ser sacerdote”. Mis superiores compartían la opinión de los médicos. No así mi madre ni yo.
Sin embargo, ¿qué hacer en situación tan crítica? La oración era entonces el único refugio de mi madre tan apenada. Yo seguía su ejemplo. He rezado mucho en aquel apuro, es verdad, pero mucho más rezaba mi madre. Y ella no sólo rezó; hizo algo más. Lo supe años después.
Perdí dos semestres de colegio y sin haber logrado una mejoría notable en mi salud, comencé de nuevo los estudios. Había quienes me lo reprochaban como imprudencia. Mi madre no dijo nada. Me dejó sólo a mí la decisión. No sé si mi resolución estaba motivada por confianza en Dios o por temeridad; quizá ni por lo uno ni por lo otro, sino más bien por las oraciones de mi madre.
Para mí mismo y para los demás, era una gran sorpresa ver que todo marchaba bien. Los siete años de estudio que me faltaron. Los cursé sin volver a enfermarme en lo más mínimo. Ni falté a una sola hora de clase durante todo ese tiempo.
Pero cuatro años antes de mi ordenación de sacerdote, cayó enferma mi buena madre y murió. Un sacerdote amigo de nuestra familia que había conocido muy bien a mi madre, me escribió entonces expresando su pésame: “Ud. le debe a su madre, en cuanto a su vocación sacerdotal, mucho más de lo que Ud. sospecha”. Yo le contesté en estos términos: “no sé cuánto sea lo que yo le debo a mi madre, pero estoy completamente convencido de que yo no vestiría la sotana negra si no estuviera ella ahora con la mortaja blanca”.
No podía dudar de que ella había hecho un sacrificio supremo en aquel tiempo, junto con sus oraciones le ofreció a Dios su vida, diciéndole que me hiciera llegar a mí al sacerdocio, contentándose ella con no ver en este mundo el día del sagrado triunfo, que también habría sido triunfo suyo y que tanto anhelaba. Dios aceptó su sacrificio. Arriba, donde está ella, la Reina de Mayo y Reina del Clero, al lado del Sumo Sacerdote Jesucristo, allí lleva también ella la corona de aquella gloria que es la más alta con la cual puede ser honrada una mujer, la gloria de ser Madre de un Sacerdote”.