En nuestros Patmos o centros de misión, hay personas que piensan que nosotros le podemos confesar. Otros saben que sólo el Sacerdote les puede confesar pero, tienen un fino sentir frente a las Madres. Nos dicen sus pecados, aunque nosotros le digamos que no podemos hacerlo, insisten, porque saben que nosotros somos de Dios. Ello no quiere decir que aspiremos el sacerdocio, sino sólo narrarles cómo Dios se vale de nosotras para salvar a las almas.
En Kañaris, hay un pueblo llamado Santa Lucía, que dista del distrito 11 horas a caballo. Acostumbramos a visitarlos en la fiesta patronal. Vamos dos Madres. En el camino siempre hay alguien que nos hace de guía.
Ya habíamos cabalgado 5 horas, cuando sale a nuestro encuentro un señor y nos dice que su mamá está muy enferma, y desea que la Madrecita le visite. «Qué suerte tengo de encontrarlas en el camino, de otro modo tendría que viajar hasta Kañaris».
Desviamos nuestro camino, unos veinte minutos cabalgando. En la casa vivía la anciana y la familia del señor. Nos hizo pasar. Su chosita era pequeña. La abuelita no abría los ojos, más ahora lo hizo. Nos sonrió, nos besó las manos. Luego habló en quechua con su nuera, diciéndole que quería quedarse sola con una Madre. Yo me quedé. Saqué mi crucifijo, el agua bendita y comencé a rezar el Credo y la Salve. Bendije su habitación. Ella también rezaba, sabía de memoria las oraciones. Hizo un ademán para que me acerque y comenzó a decir sus pecados. Yo me impresioné al ver una persona tan sencilla, viviendo en medio de esos matorrales, pero con tanta sabiduría. Yo sólo pude decir: “El que está clavado aquí en esta Cruz, derramó su sangre por ti y él te perdona”.
Nos despedimos y salimos rumbo a nuestro destino, por el camino nos enteramos de que ya había fallecido.
Convento Patmos Kañaris, Chiclayo, Perú
Amábilis MJVV