Mi nombre es Madre Joaquina, estoy en mis primeros pasos como misionera y actualmente trabajo en la comunidad de Huangascar, en la prelatura de Yauyos, Cañete y Huarochirí, Lima, que se encuentra a 3800 msnm.

Salimos de misiones junto a Madre Milagros, a un pueblo que pertenece a la comunidad de Viñac, llamado Apurí. Íbamos a preparar a niños y jóvenes para los sacramentos de bautismo, comunión y confirmación. Siempre aprovechamos estas oportunidades para visitar a nuestros fieles en sus casas. Así llegamos al hogar de dos ancianitos: Don Antonio y su esposa, de poco más de ochenta años. Ella nos atendió muy amablemente y nos suplicó que vayamos a ver a un sobrino suyo, de unos 40 años de edad, porque estaba un grave y se encontraba postrado en cama, sin poder hablar, ni comer. No se sabía lo que tenía, pero la tía le llevaba fielmente sus alimentos, sin haber mejoría en él. Por eso nos suplicaban que fuéramos a verlo para darle algún medicamento, y la mejor medicina de todos, ed. a Dios mismo.

Foto referencial. Una MJVV, en una visita a domicilio

Madre Milagros lo bendijo con agua bendita y le rezó a su oído una oración de sanación interior, mientras le hacía tomar entre sus manos el crucifijo. Me impresionó mucho ver cómo se incorporó, al escuchar a la Madre que le rezaba, aunque no pronunciaba ninguna palabra. Cuando la Madre recitaba el Padrenuestro, él que hacía tiempo no hablaba, con mucha dificultad comenzó a rezar. Lo mismo con el Avemaría y con sus débiles fuerzas hizo la señal de la cruz. Su tía no podía creer lo que veía, pensaba que su sobrino iba a morir.

Madre Milagros comenzó a hablar con él haciéndole preguntas. A pesar de su debilidad contó que antes era católico, pero decidió hacerse protestante. A veces la falta de formación en nuestros fieles hace que fácilmente se cambien de religión. Al mes de haber tomado esta determinación, cae enfermo, comenzando con una gran debilidad hasta quedar postrado. No recibió ningún  apoyo de nadie a excepción de los tíos.

  • «Nunca debí de irme de la Iglesia, quiero volver a Ella», dijo.
  • «¿Quieres confesarte?», preguntó la Madre.

Diciendo «sí», se puso a llorar. Aprovechando la visita del sacerdote para administrar los sacramentos, pudo confesarse, recibir la comunión y la bendición de Dios. No cabía en el alma de aquel hombre la gracia y el perdón que Dios había derramado sobre él y que lo palpaba tan vivamente.

Nosotras las misioneras somos simplemente instrumentos, aunque a veces Dios se vale de nosotras para hacer que sus hijos se acerquen a Él.

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