En la vida misionera, uno experimenta muchas alegrías, pero también comparte la tristeza y el abandono en que viven nuestros fieles, como es el caso de nuestros ancianitos. Sucede que al visitarlos muchas veces los encontramos solos, abandonados por sus hijos, quienes se han marchado a la ciudad, y viven allá, olvidando a quienes anteriormente les dieron todo y trabajaron por ellos. Otros no se han casado o contrajeron matrimonio, pero murió el cónyuge quedándose solos. Verlos como se enjugan el rostro con esas manos callosas, deseándose la muerte para por fin descansar llega muy hondo de nuestras almas. Nosotras los abrazamos y consolamos, los escuchamos, y les invitamos a rezar. Ellos se colocan con fervor de rodillas, aunque a veces no pueden ni caminar. Aún así, a veces esbozan una sonrisa. Tratamos de llevarles algo de víveres, a veces algún alimento caliente. Volviendo muchas veces con el corazón oprimido a nuestro convento.
En una ocasión visitamos a Don Mauro, quien lleva más de cuarenta años tullido, su mamá murió y ahora lo cuida su hermana, que está separada del esposo. Al vernos comenzó a llorar y nos contó que su hermana se había ido a vivir con su nueva pareja, y hacía días que no comía. Pedimos a los vecinos que le llevasen comida y les dimos víveres para que preparen los alimentos, pues para nosotras este pueblito queda lejos de nuestro convento, lo que no nos permite visitarlos con más frecuencia. Don Mauro para poder movilizarse, se arrastra dejando en el suelo una zanja, y con las manos apenas puede coger la cuchara. Nosotras le limpiamos el rostro, pero no quiso comer, sólo lloraba pidiendo a Dios que se lo lleve. Con ese dolor en el corazón nos dirigimos a nuestro convento preocupadas y rogando por él a Dios.
La semana siguiente volvimos a visitarlo, y estaba muy contento pues su hermana había vuelto. Ella también es ya ancianita, por lo tanto no le podía reprochar nada. Pero ella sola había bañado a su hermano, había lavado la ropa y las frazadas. Una gran alegría para nosotras, Dios sabe arreglar las cosas a su modo.
Por otro lado, nuestros abuelitos también son graciosos. Una ancianita debía ir a la ciudad a cobrar su bono, gracias a una señorita que vive al lado, se puso muy linda para su viaje. Al llegar al lugar, bajó de la camioneta con dos bastones para sostenerse. Así que la gente al verla con esos bastones muy amablemente le dio pase y la atendieron. Luego aprovechando su viaje a la ciudad, comenzó con sus compras: verdura, frutas y víveres. Le recomendamos que también se compre ropa nueva y algo de abrigo. Todo lo pagaba ella desde la camioneta. Era muy curioso verla que con alegría podía ella misma hacerse cargo de sus cuentas, pagando hasta el último céntimo.
Nosotras quedamos muy contentas después de hacerle este favor, pues el Señor se vale de nosotras para aliviar a sus hijos en su dolor, soledad, y sufrimiento. Que el Señor bendiga y proteja a nuestros ancianitos.
Madre Soledad MJVV